“Cuando no hay medicamento que me calme, yo
misma soy el dolor”.
Esta frase nos hace tomar
conciencia de la fuerza avasalladora de la vivencia del dolor, amenazante e
impiadoso.
El dolor “denuncia
la presencia de algo extraño.", Santiago Kovadloff, en su libro El enigma
del sufrimiento, lo llama “el intruso”.
Los dolores intensos no reconocen fronteras entre lo físico y lo psíquico.
Pero cuando
la intensidad traspasa el umbral de lo soportable y la sensación de estallido
se apodera de nosotros, la experiencia del dolor parece deshumanizarnos o quizá sea al revés y sea esa
vulnerabilidad la que nos hace ser más humanos.
Quienes
padecen migrañas, lumbalgias, quien tuvo alguna vez un cólico intenso, quien
sufrió una pérdida que no puede terminar de procesar, sabe lo difícil que es
convivir con el dolor, donde el tiempo se eterniza, la conciencia del propio
cuerpo se altera y la sensación de enloquecimiento… roza.
Lo duro del dolor es que no se comparte, aqueja
adentro de uno mismo, en soledad, no deja pensar, comer, hacer, decir, genera
impotencia y agota.
Santiago Kovadloff diferencia
dolor de sufrimiento, explicando así: "El
dolor avasalla, el sufrimiento -en cambio- es lo que el sujeto logra hacer con
el dolor”. Hay un movimiento de pasaje del dolor al sufrimiento donde el dolor no se extingue, pero ya no asusta
El dolor, la angustia, el sufrimiento ademas del el arduo
trabajo psíquico del duelo nos ponen en contacto con la finitud, la conciencia del ultimo limite, esa finitud que paradójicamente nos lleva a desear, vivir,
saborear y cuidar cada instante y rescatar del dolor la fortaleza, el conocimiento de recursos propios
y afectos que ni imaginábamos tener así como a partir del contacto con nuestra
vulnerabilidad logra encontrar nuevo sentido al tiempo que nos restar por vivir.